NÃO ERA propriamente uma pessoa simpática. Quando conheci Gabriel García Márquez, em finais da década de 70, já o Nobel espreitava e a pose era de alguém que se comportava e visivelmente se sentia como vedeta. Especialmente ali em Havana, permanente “invitado de honor” de um Fidel Castro de quem afinal (infelizmente) nunca escreveu a prometida biografia e que o tinha como um dos seus principais confidentes em longas conversas madrugadas fora e que tinham uma das casas do Laguito como palco. São várias (e vastas) as minhas memórias, tanto de Gabo como de Mercedes. Primeiro em Havana, de dois ou três longos almoços en petit comité tarde fora na casa dos meus Pais en Cubanacán; depois do México, da sua casa do Pedregal – onde fui várias vezes com o seu grande amigo Álvaro Mutis. A Garcia Márquez, conheci-o de perto, fora dos holofotes, no que se denomina normalmente como intimidade. À mesa, em intermináveis almoços a que, miúdo, assistia já percebendo que estava à frente de alguém que de alguma maneira estava e ia marcar uma época; a protagonizar birras homéricas, quando, por exemplo, sem só nem piedade e para embaraço dos presentes, desancou um seu empregado que tinha deixado acabar um molho qualquer que ele achava imprescindível para um dos longos almoços de domingo na sua casa da Cidade do México; ou quando descrevia deliciado e ao pormenor a suite do Plaza em Nova York onde tinha passado uma semana com Mercedes e onde – contava – era servido por criados de libré e “guante blanco“.
A imagem que guardo de Garcia Márquez, o padrinho da minha amiga Francine, não é propriamente a do genial escritor que era – mas sim de alguém, vulgar e humano como qualquer um de nós, a quem o chamado estrelato obviamente deslumbrou e que não resistia a dar largas a um transbordante ego, num exercício que por vezes incomodava quem com ele privava; a imagem que guardo do Garcia Márquez, o amigo e confidente de Fidel, é mais do suposto “periodista” que escreveu uma controversa reportagem sobre a “Operação Carlota” que propriamente a do autor do “Cem Anos de Solidão” ou do “Outono do Patriarca; a imagem que guardo do Garcia Márquez é muito mais a de quem usava um macacão tipo jardineira de ganga e uma camisa aos quadradinhos vermelhos e brancos que a indumentária branca com que fez questão de se apresentar em Oslo para receber o Nobel das mãos do monarca sueco; e a imagem que quero guardar de Garcia Márquez é daquele homem que um dia resolveu escrever um conto chamado “Me alquilo para soñar” e que por razões mais do que óbvias me diz mais que qualquer outra coisa que Gabo alguma vez tenha escrito:
Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba.
de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso, del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me la habían pesentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe:
— Me alquilo para soñar.
En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más te gustaba, que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos.
—Lo que ese sueño significa — dijo — no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces.
La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco anos que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atraganto con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo.
Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños.
nera de impedir —que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, Y me dijo en voz muy baja:
— Me contó que había vendido sus propiedades de Austria y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
ue él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió— ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
Grande subsídio, adorei!